Un acto de violencia pesa más que cinco de amor, sobre todo
si somos niños, intentando descubrir de qué va todo esto. El protagonista de Para acabar con Eddy Bellegueule expone
su infancia sin tapujos, sin lágrimas, sin victimismos… la expone tal cual la vivió
(la sufrió), rodeado de burlas, discriminación y vergüenza por ser algo que ni
siquiera podía alcanzar a entender.
Eddy nace en el seno de una familia humilde, desastrosa y
primitiva. Lo masculino y lo femenino se reducen a ‘violencia’ y ‘sumisión’,
respectivamente. No hay matices; si no eres bruto y descorazonado eres un
maricón. Qué decir de alguien que resulta diferente, que no alaba la violencia,
que no se identifica con el rol que la sociedad le impone.
En el colegio recibe palizas en secreto porque parte de su
ser cree que se lo merece, que es el trato que alguien afeminado debe recibir.
En casa, siente la vergüenza de aquellos que esperaban de él ‘un macho’. Pese
al rechazo que los demás sienten hacia él, quizás el que crea las heridas más
profundas es el odio que siente él mismo: hacia sus gritos agudos, su manera de
caminar, su falta de interés en aficiones propiamente masculinas… Desea
desaparecer, cambiar y difuminar su personalidad para poder confundirla con la
del resto de hombres del pueblo: seres unineuronales que beben, que pegan a sus
mujeres, que delinquen, que tienen la sensibilidad de un ladrillo.
Eddy intentará sobrevivir con todas las armas a su abasto, a veces patéticas, a veces monstruosas. Ante la violencia nadie queda intacto y esta realidad novelada es sólo un ejemplo del daño que puede llegar a hacer en su combinación con la ignorancia. En esta novela cada palabra pesa, cada episodio te removerá el corazón.
Salamandra, 2015